Arantxa Arcos | Veracruz Alterno
En México, a finales de octubre y principios de noviembre celebramos una tradición muy antigua, con raíces en la cultura indígena, que se ha popularizado en el mundo gracias a películas como «Coco”: el Día de Muertos.
Esta tradición la celebramos mucho antes de la llegada de los españoles, tan sólo en la época prehispánica, el culto a la muerte era uno de los elementos básicos de la cultura. Cuando alguien fallece era enterrado envuelto en un petate y sus familiares organizaron una fiesta con el fin de guiarlo en su recorrido al Mictlán. De igual forma le colocaban comida que le agradaba en vida, con la creencia de que podría llegar a sentir hambre.
En la visión indígena, esta tradición mexicana implica el retorno transitorio de las ánimas de los difuntos, quienes regresan a casa, al mundo de los vivos, para convivir con los familiares y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares puestos en su honor.
Aquí, la muerte no representa una ausencia, sino una presencia viva. Es un símbolo de la vida que se materializa en el altar ofrecido.
La tradición también indica que, para facilitar el retorno de las almas a la tierra, se deben esparcir pétalos de flores de cempasúchil y colocar velas trazando el camino que van a recorrer para que estas almas no se pierdan y lleguen a su destino. En la antigüedad este camino llegaba desde la casa de las familias hasta el panteón donde descansan sus seres queridos.
Esta festividad varía por regiones y estados, pero todas sus variedades están dentro de la declaración que hizo, en 2008, la Organización de la Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), de que el Día de Muertos en México es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.